La fuente de la misericordia


"JESUS YO CONFIO EN TI"

La fuente de la misericordia
Dios es la fuente de la misericordia. El Padre se ha compadecido de nuestras miserias y nos ha enviado a su Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Y Jesucristo fue el rostro mismo de la misericordia durante su vida terrenal: perdonaba, curaba, daba de comer, y sobre todo murió en la cruz y resucitó por nosotros. De este modo podemos contemplar cómo «en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia» (Juan Pablo II, Dives in misericordia,n. 2). San Pablo nos dice que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Es ese Espíritu, vertido en nuestros corazones, quien nos inspira sentimientos de misericordia. Nuestra vida es un don de la misericordia de Dios. Por ello debemos tanta gratitud a quien nos creó por amor y nos lleva de la mano con amor. ¡Cuántas veces nos recordaba Juan Pablo II que el amor es más fuerte que el temor y que el límite impuesto al pecado y al mal es la misericordia de Dios!
Cuando Cristo nos pide que seamos misericordiosos, nos da también la razón y el modelo de la misericordia: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). Si queremos vivir esta bienaventuranza, tenemos primero que experimentarla. Ser testigo de la misericordia significa conocer en primera persona el rostro de Dios misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. ¡Cómo nos ayuda tomar las parábolas de la misericordia del evangelio de san Lucas y descubrir el rostro escondido de Dios! (cf. Lc 15). Un Dios que es Padre amoroso, que busca a la oveja perdida, que espera al hijo que se marcha de casa, que sale al encuentro del hijo que no se alegra por su misericordia.
Así es Dios con cada uno de nosotros. Nos mira con infinito amor. Nos cuida con ternura. Nos sigue con paciencia. Y si nos perdemos, sale a nuestro encuentro para cargarnos en sus hombros y traernos de nuevo seguros a casa. Él es el modelo y la razón de toda misericordia. La misericordia es el atributo más característico de Dios. San Pablo había experimentado en primera persona la misericordia de Dios que, sin méritos propios y por pura bondad suya, le salió al encuentro en el camino de Damasco. Por eso, después no se cansó nunca de predicarla: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20) proclamaba a los gálatas; «Dios es rico en misericordia» (Ef 2, 4), anunciaba a los efesios; a los romanos explicaba que «en efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también, ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 30-32). El que ha experimentado la misericordia de Dios, no se la puede guardar ni callar. Se convierte en un apóstol de la misericordia de Dios.
Ahora bien, esa mirada de Dios es la que nos debe llevar a ver al prójimo como lo ve Cristo. El cristiano aprende a mirar a los demás desde la perspectiva de Jesucristo. Como el Papa Benedicto XVI nos enseña: «Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención. […] Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. […] Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama» (Deus caritas est n. 18).

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